lunes, 20 de agosto de 2012

La perla del Amazonas
En tiempos del Caucho, Manaos era una pequeña ciudad del alto Amazonas, perteneciente al vecino Brasil, e Iquitos se convirtió en la capital de aquellos que buscaban el oro negro en la baja amazonia. Los principales países habían enviado aquella ciudad a sus cónsules. Ellos llevaron consigo todo lo necesario para olvidar el lugar del planeta en el que se encontraban y vivir como en sus tierras de origen. Desde la casa de hierro de Eifel hasta los palacetes del entorno, pero fue su aeropuerto pequeño el que hizo posible la conexión de Lima con la selva, atravesando los andes. Por eso se le llamó la perla del Amazonas. El primer presidente de la nación que la visitó fue Manuel Prado corría el año 1943.
Hoy hemos visitado el CEBE de Manos Unidas. Este complejo no sería comprensible sin la existencia y dedicación de la señorita Ana, cuya vida merece un artículo propio. Solo reseñaremos aquí, de esta mujer austriaca, su entrega a las comunidades de Santa Elena y en San Pedro. El conflicto de Santa Elena le afectó de manera irremediable no pudo asimilar el pago recibido de aquellos a los que había entregado su vida, marchó a Lima y al poco murió, su alma ya venía herida, sus restos descansan en el cementerio de las hermanas. El obispo Víctor de la Peña recibió parte de su  herencia destinada a un centro para ancianos. Con su ayuda y otras donaciones construyó, conforme a la voluntad de los donantes un asilo para ancianos desprotegidos.
En uno de los lugares más hermosos de la ciudad, próximo donde esperan la resurrección de los justos parte de los requeninos, se erige un amplio complejo rodeado de un verde exuberante y de una luz única. El centro estaba cerrado cuando llegó el Hno. Juan. Así permaneció dos años. No era sostenible ni viable una residencia para ancianos, el Vicariato no tiene ingresos que puedan asegurar la sostenibilidad de este proyecto, personal sanitario, técnicos, comida… Tras preguntar a los donantes, posibles, el centro se reorientó para otro fin.
A la entrada del edificio aparece hoy el cartel de C.E.B.E. Manos Unidas (Centro de Educación Básica Especial).  Atravesando una cancela negra se accede a un patio amplio que comunica con un pasillo que da acceso al centro. La puerta de la Directora, de Maritza, es la primera. Ella es la perfecta cicerone de un centro y de un personal que conoce mucho más allá de lo meramente profesional. Con un halo de timidez que desaparece según avanza la conversación y nos cuenta la situación de los niños que allí se encuentran. Se trata de chicos discapacitados físicos y/o psíquicos, a los cuales ha tenido que rescatar de su propia familia, de esta sociedad despiadada, uno por uno. Recorriendo cada barrio de esta ciudad que se reinventa cada día, escuchando las voces de algún vecino que delataba lo que la familia trataba de esconder a los ojos de todos, si pudieran a los ojos de Dios. Niños con parálisis cerebral, retardo mental, síndrome down, sordos y mudos… ellos son rescatados con una mirada de madre, a la que le ha costado mucho dar a luz un hijo por lo que es muy consciente de la importancia de cada vida; como madre única se multiplica en cada caso. Los colegios también son objeto de la visita del equipo de Maritza allí se centran en los niños con dificultades en la enseñanza a fin de detectar cualquier retraso por leve que sea.
Todos los profes cuidan de estos niños más que sus propios padres, que avergonzados los esconden como si fueran la evidencia de sus delitos y pecados. Muchos de ellos podrían recuperar la movilidad, pero ni siquiera le han sacado el documento de identidad como para preocuparse de una terapia continua, la cual no pueden asumir por tiempo, por medios, por educación. Cada día tienen que ir por los niños a sus casas, vestirlos, calzarlos, rescatarlos del barro del sendero y acercarlos al motocarro que los conducirá al CEBE. Una vez allí lavarlos, ponerles ropa limpia, darles el desayuno y empezar las clases. Después darles la comida y volverlos acercar a sus casas donde le espera el olvido y el hambre hasta el próximo día de clase. Si reciben un uniforme del colegio raudo se lo quitan y lo destinan a otro de los hijos válidos. Incluso los zapatos, que el Hno. Juan provee personalmente, los venden para  obtener unos soles para no se sabe qué, porque todo se necesita donde nada hay. Este claustro es una profecía para la sociedad y para sus compañeros. Ciertamente también hay algún conchudo, el cual irremisiblemente tendrá que revisar su contrato a fin de curso con la  Directora coraje.
El CEBE está pensado para que los chicos, que sean recuperables, se integren en la enseñanza normal. Pero sobretodo está pensado para devolver la dignidad aquellos marginados de los marginados, los descatalogados de la vida familiar y social. El CEBE es una escuela de humanidad más grande que cualquier universidad del mundo. Quizás sólo por esto merezca recordarse que esta ciudad fue llamada un día la Atenas del Ucayali; nada le queda de la calidad de aquella enseñanza, solo un número ingente de escolares con ganas de abrirse a la vida a los cuales esta les muestra su lado más duro. Pero si algo tiene esta ciudad para poder afirmar que la vida es valorada en todas sus expresiones es esto. Un colegio para aquellos pobres idiotas que nos devuelven a cada uno de nosotros el rostro auténtico del hombre.
No voy hablar de rostros concretos que traten de arrancar de nuestros corazones, semejantes a la dura capa de los mochelos, una brizna de humanidad. No voy hablar de Max el niño de nueve años completamente agarrotado, que con sus diecinueve kilos, grita lo que su boca no es capaz de decir, su hambre, su dolor, su olvido, su emoción cuando monta en el motocarro camino al cole, la emoción de sus gestos cuando lo alimentan, con la única comida del día. Tampoco diremos nada de Seti, ni de su epilepsia cuyos ataques han controlado apenas hace un mes, ni de Alex, ni de los ojos estrávicos y saltones de  Rosario, ni de Leydi, ni de José, de Víctor, Tami, Analí…
Esta perla de humanidad, afortunadamente, no está solo el collar que le anilla está en la escuela de Santa Catalina Mártir, en el barrio de Atenas. Barrio nuevo que acoge aquellos a los que el río le ha quitado su poblado, sus tablas en forma de casa donde se cobijaban y que cansados de los caprichos del agua han huido a una zona más alta, a una zona más pobre. Allí, fruto de la generosidad de los feligreses de la parroquia de Majadahonda, Santa Catalina Mártir, se erige la escuela de infantil que lleva su mismo nombre. Igualando terrenos, igualando clases sociales, se ha erigido este centro (que como el anterior también es obra del Vicariato) y que dirige doña Giny Irca.
El lugar que ocupa es un alto, no se puede esconder una ciudad puesta en un alto, ni la luz meterla debajo del celemín, allí esta escuela acoge unos cien niños. Ya al entrar tienes que atravesar una puerta como la de la casa que usurpó Blancanieves, dentro están los enanitos. Unos rostros alegres pueblan un patio central que delimita el espacio de las clases. Un comedor con mesitas bajas y sus pequeños platos nos hablan de los que muy pronto serán muy grandes. Aquí muchos de ellos ingerirán la única comida del día, y los domingos y los días de inundación soñarán con los frejoles y los compañeros de su cole. Sus juegos, sus risas, sus abrazos, su espontaneidad, sus clases perfectamente ambientadas, sus profesoras que te acogen tan bien como los propios niños. Todo el que visita Santa Catalina Mártir aprecia el plus de este centro. También en la ciudad de Requena, al punto que las instalaciones se han quedado pequeñas ante la demanda de la población. Por ello han dividido el salón grande en tres clases más a fin de poder atender al máximo número de niños.
Como todo jardín de infancia que se preste también tiene su patio, con sus columpios, su tobogán, techado y de arena. Con unas plataneras donde cuajan los frutos y una palmera de papayas, repleta de ellas, marcan el tiempo de la construcción y la velocidad con que este pasa. Al contemplar cómo fructifica, y crece, la generosidad de los donantes  de Santa Catalina que tanto han hecho por este Vicariato nos sentimos pequeños y a la vez motivados a contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, con una realidad tan necesitada como bien gestionada.

Cuando entra el Obispo los niños se lanzan al cuello, incluso Raisa, que ha salido de su aislado poblado y llora desconsoladamente cuando ve de cerca unos rostros tan blancos como los nuestros, se refugia en sus brazos y desde allí, como desde un torreón, lanza su llanto de alarma ante quien se le presenta extraño como unos caraspelas.

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